Sobre el Hombre Topo

SOBRE EL HOMBRE TOPO:

Somos un grupo de producción literario e intelectual definido por su obsesión por la crítica cultural, la escritura, el cine, la filosofía y la traducción. Esperamos difundir ideas, textos, traducciones, fragmentos inteligentes de una luz no tan lejana.
Escriben en esta revista: Franco Bordino, Matías Rano, Gustavo Roumec, Tiépolo Fierro Leyton, Juan M. Dardón, Tomás Manuel Fábrega y Xabier Usabiaga.

miércoles, 25 de julio de 2012

Manifiesto de la traición del HombreTopo


"Voy a desarmar de nuevo un hacha por puro interés"

Ver morir

Crecimos con la herida pestilente de ver morir raíces estatuarias sin troncos. Cañaverales flotando en los esteros. Menem fue nuestra nodriza y nuestro centinela. No leíamos, no componíamos cartas astrales, no calcábamos, ni supimos de las tablas periódicas de la alquimia. Sólo bebíamos del caudal del abuso. Abusamos, nos abusaron.
Vimos las manos creadoras destinadas a tareas impías: contar propinas, peinar rayas de cocaína, destrozar a nuestras madres, o las manos maternas destrozando a nuestros hermanos; vimos a Sudamérica desde adentro desde siempre.
Sólo había una salida, sólo una ventana, sólo un sueño, sólo una voz en el fondo, sólo un rostro al que no temíamos, sólo un rezo silencio, sólo una razón para la técnica, para el sentido de orientación, para saber trepar, sólo un motivo para aprender a leer: ver televisión. Y si había misterios órficos se manifestaban por un único medio: ver televisión de trasnoche.
Ahí aprendimos respiración y velocidad. Ahí aprendimos que podíamos ser diferentes a los huérfanos del menemismo, ser más que los violados repetidos. Ella nos dio su boca como ninguna otra mujer o ningún otro varón pudo darla en los años que llevamos de vacancia, de esta sed que ni los muertos frescos pueden saciar.
Pero ahí fue donde descubrimos la literatura. La lectura fue una herramienta de labranza usada para fecundar el televisor. Las novela, la poesía, los ensayos y las poéticas fueron manuales de uso, garantías, seguros, rectificadores o excitantes de nuestras video-caseteras. El cable de audio-video es la pura sinestesia encarnada.
Y si entramos a robar a alguna casa, si pegamos una trompada a traición, si mentimos sobre nuestra sexualidad o nuestro estilo (son lo mismo) fue porque nos cansamos de respirar nuestra sangre coagulada en el tabique y oler negros excrementos en el inodoro. Raño sabe que esto es un juego. Lo que vemos es un video-juego de ira y desamparo, una cacería y una carnicería: nos hieren y perdemos vida, acometemos pequeños y continuos actos tortuosos para acumular potencia, hasta estallar la energía cargada: todo es diagrama de despliegue de cuerpos. Sólo hay cuerpos. La carne es compleja, com-plexa, com-pliegue, dice Bollini, y sabemos que Adrián siente su cuerpo unido al edificio que habita hasta el punto de sentir los pájaros y la humedad, las fisuras y las vibraciones de las terrazas, las lozas y las paredes en cada uno de sus poemas. Sólo hay cuerpos, sólo hay cosas, las cosas ya no son reliquia, coima y extorsión. El poema es una cosa: Adrián Bollini, Gustavo Roumec, Guillermo Romero von Zeschau y Franco Bordino son doctores en cosas. Sus poesías, enemigas del estancamiento y de los ídolos, son cosas espesas que dilatan las probetas, que rumian toda la noche en mi escritorio su angustia portuaria. Son poesía que se van de esta tierra baldía. El poema es una cosa. La imagen es una cosa. Al Pacino es una cosa. Una pintura de Andrés Romero von Zeschau es un móvil que se despedaza y se proyecta hacia diversidad de puntos: uno de ellos es la conciencia, otro la línea de fuga, otro la degradación de los matices de la luz y el color, otro la demencia de uno de los personajes, otro un arma que se nos hace familiar. Como la poesía de Bollini que es un despliegue vibracional (no sonoro ni tonal: quizá lumínico y atonal). Pero éste (el poema o la pintura) no es el sitio de la vibración. El temblor es una cosa y está en todas las cosas.
Raño deja que un personaje sufra sin descanso, reza y fornica en el sopor pestilencial de Calcuta. Porque en Raño el conurbano bonaerense es Calcuta y la paranoica New Jersey y no hay placer en fornicar ni altura en rezar. Masturbarse o flagelarse, viajar en el tiempo para cometer delitos o liquidar una amiga para esconder un secreto inútil son hábitos de la desidia.

Oíamos una guitarra, sin final. La mitad de los argentinos son guitarristas sin talento. La otra mitad toca el güiro sin ensayo. Lo que se hizo global en los ’90 fue un desamparo seco y óseo. Nos embarazamos jóvenes, nos acostamos con cuerpos impíos. Perdimos virilidad y amor. Ser hijos de desaparecidos o de los pueblos originarios es lo mismo que ser hijos del menemismo. No había lucha armada ni memoria posible. Y nos resistimos a lucrar con la antigua herida. Fogwill nos dio el poco respeto que nos debíamos. Visitamos a nuestros amantes en comisarías y psiquiátricos, y si peleamos en los baños no fue por dignidad, sino para ser victimarios.
No existe el interior: Buenos Aires es Bolivia desde siempre. Su arcilla amasada por pedofilia y ajustes de cuenta es la misma. No hay una esencia: ni porteña, ni argentina, ni latina, ni americana. Mucho menos humana. Sólo hay gestos, padrones y manías.

Humo de Quema

Esta infancia nuestra es una quema. Ningún porteño auténtico conoce una quema. A lo sumo llegan a los hornos y a los incineradores. En las quemas el Hombre es libre, es un animal entre otros: una quema es un basural que arde eternamente, fogatas que inciensan decenas de kilómetros cuadrados, motores fundidos y la descarga de las fábricas de helado que han perdido la cadena de frío, cientos de litros de crema vencida multicolor apestando con su dulzura alucinógena. Una quema es HUMO.
El humo fue para nosotros la sustancia de la que estaba hecha la verdad. Guillermo Iglesias me contó una vez que durante los bombardeos del ’55 llegaron a Paso del Rey, es decir, a más de cuarenta kilómetros de Plaza de Mayo, grades nubes de pólvora que se metían en las casas. El humo era la guerra civil, era la realidad. Pero NO LA NIEBLA. La niebla es la sífilis cansada de Europa y los porteños. Cuando los terratenientes se enojan en el sur, prenden fuego los campos y toman la ciudad a la fuerza durante días, sin armas, sin tropas, sin cara, sólo un humo omnipresente en las avenidas informa y amenaza con la ira de los señores de la tierra. Latinoamérica es humo. El humo (los que fueron nenes conmigo lo han descubierto) persigue a aquellos que rodean su foco. El viento no lo mueve. El viento es metafísica conformista. El humo es compañero real.
En las quemas el humo se prismaliza y multiplica. Hay flamas verdes que dan humo amarillo. Hay gomas que arden un humo oscuro y agresivo como un Mantonegro en peligro. Pero la quema no tiene causa. Nunca vi encender una fogata a nadie. La quema se autogenera, es combustible y destellante: sus perros y sus nenes, sus camiones y sus cadáveres despachados, sus patrulleros lentamente, sus autos desarmados, su tierra compuesta de esquirlas y ceniza. En eso crecimos. Cosechamos el sarpullido que crece en los ríos contaminados. Redirigimos los ríos inhóspitos al surco en la quema. Y las rojas vegetaciones saturninas tomaron la luz de los sulfatos. Pero no crecía nada con ritmo y sustancia. Así que tomamos al mogólico del grupo, hijo de una puta chilena y un mecánico merquero, y lo tiramos al surco. Nadie lo iba a extrañar. No se quejó. Babeó un: “Chau, Juan María”.

Escribo esto porque no puede ser leído –cerrar los puños. Si pudiesen leer y consumir como los usuarios que son, no necesitarían de nosotros. Nuestra alquimia se basa en una herida larga que convierte todo órgano (reproductivo, digestivo, perceptivo, regenerativo o coimplicativo) en aceleradores de información. Cada llovizna o cada espalda tatuada de mujer es sólo un bloque de datos. Era eso o morir de odio y empacho. Era eso, o creer en los pederastas que nos patrullan.

Traiciones

Una pendeja que entrega fácil entra a nuestra casa vacía, se acuesta en nuestra cama. Tiene la cara llena de granos y una melena de bucles maltratados por cloro de pileta (es enero o diciembre). De un salto se nos monta y nos besa. Tiene una musculosa verde y una pollerita de jean. Es media plana, pero alta. Nos enderezamos, ella nos dice que toma pastillas: le desabrochamos la minifalda y le sacamos la remera. La damos vuelta y descubrimos con miedo que lleva una cicatriz desde la nuca hasta el coxis con breves ramificaciones que se abren del cauce central. Parece una tortura quirúrgica, como si un bisturí y un taladro de fuego se unieran a excavar en su espalda. Ella nos dice: tuve cáncer de médula, estuve en cama mucho tiempo, ahora ya me dejó de doler. Eso es la traición del HombreTopo. O sólo información, bytes.

Uno descubre a una morocha esbelta en una reunión. La seduce, la ayuda en algo, ella tiene tatuado un tribal sobre la cintura, y en otros lados. La primera noche besamos sus pechos con desesperación y bebemos leche tibia y dulce. Ella se avergüenza, pero el HombreTopo ríe o tipea.

El tipo cuenta que estaba en la obra, es durloquista. En eso escucha un quilombo bárbaro. Sale y ve al pibe que trabaja en la gomería de al lado: un Senda se subió a la vereda y le prensó la pierna derecha contra un pilar de luz. Grita, hay mucha sangre. Entonces el tipo que cuenta la historia en un furgón del Ferrocarril Sarmiento, mientras apura una Quilmes, dice que los organizó a todos: hizo mover el auto, llamar una ambulancia y le aplicó un torniquete a la pierna para frenar la hemorragia. Cuando llegó el SAME le dijeron que le había salvado la vida al gomero. Entonces, una vez ido el herido, le pidió al dueño de la gomería que le dejara usar su baño para limpiarse la sangre. Cuando se enjabonó y enjugó la sangre fresca, vio la ropa de los gomeros colgando de un percherito. “Le metí mano, revisé los bolsillos, los bolsos, y nada, no encontré ni veinticinco centavos”. A él también lo traicionó el HombreTopo.

Escuchamos a los criminales contar cómo fracasó su adopción por parte de una familia sana y acomoda. Oímos detrás de las puertas esas orgías psicoanalíticas de nuestros padres reprochándose amantes y maltratos (el maltrato es el adulterio de las mujeres, se encaman con su rencor en la primera soledad posible).

Generación y des-generación

La idea de nuestra generación es no ser diletantes. No ser nuestros padres. El Pensamiento y la Poesía, la Prosa y el Caos llevan cuarenta años de completo estado vegetativo, comatoso, criogénico. Latinoamérica sólo se une a llorar. Jamás a producir. Hay que conjurar el hacer del canto. Sin moral, o con una única moral de albañiles paraguayos, de albañiles peruanos y bolivianos. La moral de los albañiles extranjeros es más férrea que toda la poética occidental de fuga y autosatisfacción. No justificaremos ni nuestra sexualidad ni nuestra patria ni nuestros anticoagulantes. Somos praxis y técnica. Sólo tenemos los hábitos del trabajo, no vamos a maquillarnos; ni de proletarios ni de homo faber, ni de especialistas ni de posesos, ni futuristas ni cubistas. Sin clase y sin desclasamiento, sólo poseemos los hábitos del trabajo, los hábitos de la vida (uno se muere de lo que trabaja).
La imagen de la generación anterior fue un presidente huyendo por los techos de la Casa del Poder en helicóptero. Porque de imágenes y cosas se trata, es decir, de palabras.
Nuestra imagen es un joven sin remera rodeado por la policía montada, le están partiendo la espalda con sus fustas. Entonces nacemos, crecemos, nos multiplicamos, súbito, el joven, rodeado por tres jinetes, agarra uno de los rebenques y tira con fuerza, y se derrumban el policía y el caballo. Es el mediodía en Plaza de Mayo, es el 19 o el 20 de diciembre de 2001. No importa nada más que ese gesto. No importa si después gendarmería lo ejecutó de un balazo en la sien. Esa imagen está viva y es la nuestra.
Eraserhead es el espíritu de nuestros padres. Nos vieron así: fetos embalsamados de vaca, monstruos intrigantes del llanto, cabezas sin miembros, sembrados de pus y fiebre, fuimos para ellos hijos de una fuerza cósmica: el maquinista leproso del cometa. La era anterior fue la del miedo y las tijeras, la de los renacuajos excrementicios. Como a Zeus, nos aplastaban, tajeaban, experimentaban la rapidez en infectarse y en sanar de la quemadura de cigarrillo en los pezones.
Vamos a echar sobre la arena lo huesos otra vez, y a leer con cautela. Porque la maldición es tan grande y cruda. Velones rojos penetran gallos blancos para deshacer trabajos. Y no profetizamos porque el futuro es el prostíbulo de la gangrena. Borges hace decir a Kafka una parábola: cuentan que en un lejano poblado del lejano oriente las panteras bajaban de la selva al templo y se devoraban las ofrendas de los sacrificios. Una vez que realizaron esta violación con cierta frecuencia, los sacerdotes introdujeron las panteras al rito. Nosotros vamos a entrar panteras a todos los rituales, jaurías de animales adictos serán liberados en los recintos sagrados para lograr un milagro:

LA SEMILLA POR PRIMERA VEZ DEBE PARIR PADRES.

Es seguro, como nos dijo Guillermo Iglesias, que Latinoamérica es una inmensa procesión detrás de una virgencita. América es esa imagen. Pero es algo más. Los misterios latinos que conservan nuestras razas se resumen en uno sólo: filicidio. La economía celeste y el narcotráfico fluyen con una sola moneda de cambio: la sangre de los hijos. Para no ser devorados, nosotros, los traidores del HombreTopo, nacimos hechos padres de nosotros mismos, como tantos antes. Escapamos a la transacción que se mantiene desde Chronos. Y ahora, como semidioses, nos dejaron en lugares inhumanos (Quemas), bajo la tutela de centauros (Televisores).
Y escapamos al círculo de las regurgitaciones. Venimos a traer sólo la experiencia del trabajo. Antes de morir de esto mismo. Ojeras, jorobas, cegueras, celibato o dilapidación de la palabra. Porque de la palabra se trata. No del llanto, del grito a la alabanza. La palabra no es otra cosa que un ladrillo. Simple, concreto, duro. Es un ladrillo para hacer una torre y desde esa torre tirarle ladrillazos a Dios hasta partirle el cráneo, como dice Felipe, y ver si dentro de su cabezota divina se esconde el ser o la nada.

Autor: Juan M. Dardón

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