Sobre el Hombre Topo

SOBRE EL HOMBRE TOPO:

Somos un grupo de producción literario e intelectual definido por su obsesión por la crítica cultural, la escritura, el cine, la filosofía y la traducción. Esperamos difundir ideas, textos, traducciones, fragmentos inteligentes de una luz no tan lejana.
Escriben en esta revista: Franco Bordino, Matías Rano, Gustavo Roumec, Tiépolo Fierro Leyton, Juan M. Dardón, Tomás Manuel Fábrega y Xabier Usabiaga.

viernes, 26 de julio de 2013

Juan M. Dardón: Cuna (II)



La anciana con un andar de ciervo rengo se acercó al conjunto de sillas donde tres hombres meditaban. Uno de ellos se levantó para cederle el lugar. Ella lo reusó y le dijo con un tono suave:
            - El Cardenal mandó sus condolencias – los hombres levantaron la cabeza-. Su secretario, ese morocho de traje que acaba de entrar, se metió en el estudio de su hermano.
Los hombres sostuvieron un silencio.
           - Se los decía – y bajó el tono –, porque no creo que todos mis hijos sean... espero que Carmencita les diga qué hacer.


Guarrechea hizo un movimiento veloz hacia atrás con todo el cuerpo. El brazo derecho le colgaba junto al sillón. Estaba sentado tras un escritorio monumental de quebracho que parecía la obsesión de un ebanista: un gliptodonte rojo. Chávez no veía el arma desde donde se hallaba, aunque la presentía cargada, ansiosa. Guarrechea se embriagó con una botella de licor naranja que había sobre el escritorio junto a la lámpara. En la camisa, arremangada y fuera del cinto, se apreciaba un mancha deforma de alcohol. La iluminación caleidoscópica de la habitación presentaba los libros y las esculturas en estantes, un mueble con botellas y bar, y unos óleos campestres de tonos pastel, amarillos y dorados. Los ojos de Guarrechea se fijaron en el invasor, enfocaron y  unieron la cara con un nombre y un expediente
               - ¡Chávez! ¡La puta del Cardenal! ¿Qué mierda venís a buscar ahora?
            - Prefiero ser el perro del Cardenal – repuso el otro acercándose y tocando el respaldo del sillón vacío frente a Guarrechea –, no tengo nada que ver con esto. Te vengo a llevar. Vonger quiere verte. No me la hagás más difícil. Te lo pido de hombre a hombre.
              - Pero vos no sos un hombre, sos un sorete, un parásito que se come todo lo que Vonger se traga y le llega al culo ... le llega al culo quebrado ese que tiene.
Manoteó con la izquierda la botella de licor y le dió con el dorso a la lámpara  que cayó despedigando por el piso los cristales multicolores que componían el vitreaux de la pantalla.
El despacho estaba más blanco ahora. Una reproducción del David de Rafel estaba en una esquina: un muchacho, sonriente, desnudo, con las armas sueltas. Los ojos de Guarrechea eran de esa combinación polar de azul y rojo inyectado.
- No me importa quién carajo quiere verme – se pasó la mano izquierda sobre el pelo estirándolo hacia atrás. Los ojos no parecía sanos. Las respiración era confusa y miraba hacia todos los rincones con espanto.
- ¡Se llevaron a mi hija! ¡Le abrieron la garganta, mi vida, Carmencita! Todavía no iba a jardín. Me cagaste la vida, vos asesino hijo de puta, y el viejo trolo ese son dos hijos de puta. ¡Ojalá te maten a tu familia, sorete!
Levantó la mano con una Cold 45 y se la dirigió a la sien derecha. Lo hizo con una lentitud escandalosa. No fue ni siquiera un esfuerzo para el malevo desenfundar su Gloc con silenciador de la sovaquera y atravesar la mano y la cacha del arma y poner otra bala en la mano que Guarrechea apoyaba en el escritorio. Los gritos de dolor con que prorrumpió al irse al suelo aceleraron a los hombres de abajo, ya vapuleados.
Chávez rodeó el escritorio y sacó del bolsillo exterior de su saco un precinto grueso de plástico con el que le ajustó las muñecas en la espalda. Lo puso de pie y lo llevó hacia la puerta. Al abrir Guarrechea intentó liberarse de su custodio sacudiéndose como una mariposa a la vez que reclamó:
- Te podrías haber puesto un traje negro, infeliz, es un velatorio para venir de colorado.
Chávez le puso una palma sobre la oreja y le selló la cabeza con el marco de madera de la puerta:
- Es negro coágulo. Quedate quieto, no te quiero lastimar.
Desde lo alto de la escalera el barbijo colgando bajo el mentón hacía parecer al malevo con una temible garganta negra. Por las escaleras subían a los saltos tres hombres. Los tíos. El segundo traía una escopeta. La vieja aferrada al final de la balaustrada arengaba: “¡Que no se lo lleve! ¡Que no se lo lleve!”. Los hijos varones se le echaron encima con furor. Chávez arrojó la presa y dio un paso atrás, arriba. Desenfundó la Gloc y empuñó el Cold que llevaba en el cinturón (le había gustado el modelo). Con un arma en cada mano resolvió la situación. Se movió para quedar protegido tras el cuerpo del primero y evitar darle ángulo al segundo para dispararle. Luego balazo en la pierna y embestida para lanzar por la baranda al primero, disparando a la vez un tiro un hombro y otro en el biceps que sostenían la escopeta. El rifle cayó por los escalones. Su poseedor se hizo un capullo y el malevo se le fue encima al tercero que esgrimía una cuchilla en la diestra. Frenó la puñalada y le metió el caño hirviente del Cold en la boca arrancándole unos dientes y quemándole los labios y la lengua. El muchacho cubrió su cara con las manos y se acurrucó en los escalones.
Chávez regresó unos peldaños y sujetó nuevamente a Guarrechea. Lo bajó a las sacudidas. Mujeres, viejos, niños y obesos miraban agolpados en la entrada del comedor. El secuestrador pasó de largo sin mirarlos. No quería ver a la muertita.
La vieja les abrió las puertas que daban al atrio:
- ¡Lleveseló! No fue hombre para cuidar a mi nieta.
- Ponele un tiro a ella también , Chávez -rogó Guarrechea.
Caminaron los baldozones que marcaban una senda hasta el portón abierto. Chávez no hizo tiempo a subirse el barbijo.

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