Sobre el Hombre Topo

SOBRE EL HOMBRE TOPO:

Somos un grupo de producción literario e intelectual definido por su obsesión por la crítica cultural, la escritura, el cine, la filosofía y la traducción. Esperamos difundir ideas, textos, traducciones, fragmentos inteligentes de una luz no tan lejana.
Escriben en esta revista: Franco Bordino, Matías Rano, Gustavo Roumec, Tiépolo Fierro Leyton, Juan M. Dardón, Tomás Manuel Fábrega y Xabier Usabiaga.

miércoles, 5 de marzo de 2014

La vida del monje de la... - Matías Rano



LA VIDA DEL MONJE DE LA CAMISA COLOR UVA

No hace mucho Nadia me pidió que no le mandará más correos en la noche.

 Voy a empezar hablando de un posible rasgo esquizoide en mi hermana. Rasgo que desde los 17 de mi hermano Gorgias, llovió sobre toda la familia. Creo que empezó un día de febrero. Febrero es un mes violento y trastornante, supongo que tiene que ver con lo escolar y las amenazas de suicidios. El mundo se vuelve un poco Nippon. Hijos amenazan a sus madres con harakiris. Un ejemplo real, concreto:  viajaba con Gorgias en colectivo (un 15 de febrero) cuando un muchachito gordo y mofletudo le dijo a su madre: mamá, me llevé ocho materias, pero si me decís algo me suicido
 Mi hermano se puso a vibrar de una manera que me hizo mirarlo sin cuidado, golpeteó el asiento, le dio unas palmadas al respaldo del asiento de adelante, vacío gracias a Dios. Y se levantó. Dijo algo cerca del muchachito y la madre. Sospecho que el chico rindió ocho, o al menos cinco de las ocho materias.
 No puedo, no sabría reproducir las palabras de mi hermano, pero si podría imitar el tono en que habló. Habló como un testigo de Jehová. Como un predicador. Con gestos y todo. Pero sin dejar de tocarse el lóbulo de la oreja.
 Por esa época pronunció la frase: Dios crea el mundo cada día.

 Ahora quiero recordar lo que sucedió con Nadia hace algunos días y después volver unos años atrás. Hace algunos días, ya meses, Nadia me pidió –encarecidamente- que no le enviara correos electrónicos después de cierta hora. A las once ella apaga la computadora y se acuesta a leer. Lee una y otra vez los mismos libros: La Iliada, La odisea, las tragedias de Sófocles y Esquilo, las comedias de Shakespire, y Rosaura a las 10; los lee como si fueran revistas de interés general.
 Una vez que se acuesta y apaga la maquina, los correos que uno le envía no le llegan a la maquina sino al cuerpo. Eso me escribió: si me mandás un mail se me pega al cuerpo, como un calco; los míos se le pegan a la espalda, y los de sus amantes o pretendientes a los pechos.
 Odia tener que levantarse en plena madrugada porque ya no soporta los mensajes en el cuerpo. Enciende el aparato, espera la carga y por lo menos tiene que ojear el contenido de los mails. Insulta a las cadenas y a las alegorías estúpidas. Alegorías que critican al gobierno desde el más miserable individualismo, dice ella socialmente conciente.
 Cuando me llamó para contarme todo esto, pensé que se trataba de una metáfora. Un llamado a las cuatro de la madrugada. Mirá lo que me mandó este hijo de pu…, dijo: me leyó una alegoría. El dibujo de una granja. La alegoría tranquilamente podía ser reemplazada por la fábula de la hormiga y la cigarra, o, más fácilmente por un mensaje que dijera: ¿leyeron el cuento de la hormiga y la cigarra? Vamos camino a tener que dar la mitad de nuestros bienes a la cigarra.
 Te pido por favor, me dijo Nadia, que no me mandes correos después de las once. Encarecidamente.
 Encarecidamente. La imaginé con el pelo planchado y el traje almidonado. Y me acordé de la vez que protegió a la cucaracha.
 Si dijera las razones que mi hermana ponía podría malinterpretarse. Sería como querer transmitir la frase de un sueño. Ella decía que la cucaracha que estaba en la pared, asquerosamente teniendo cría, podía ser papá. Curiosamente era tarde y papá aún no llegaba a casa.
 ¿Pero en verdad quería decir solamente papá? Sí, pero también la abuela, y su amiga Rocio, que estaba en un hospital, muy cuidada pero grave.
 Hubo una discusión a la luz amarilla de la pieza. Única luz en toda la casa.


Tengo a mano una tarjeta que confeccionó mi hermano: bajo una noche celta una muchacha abre los brazos, como aquella noche los abrió mi hermana para defender a la cucaracha.

 Raramente mi hermana dormía sobre la ropa de cama. Y ahora, mientras escribo puedo ver a Gorgias, parado bajo el umbral, notando, descubriendo, que el mundo puede ser un potente vomitivo pero también es un mundo de tarjeta; en el que se dan esta especie de milagros. Una niña durmiendo sobre la ropa de cama, con las manos juntas como almohada.  Tal vez después de esa imagen, mi hermano haya decidido usar una camisa color uva y dedicarse a la confección de tarjetas con poemas.
  Anhelo una tarjeta que Nadia se llevó como señalador: la maldad ha formado nubes/ y esta mañana vomité.
 Recuerdo ese inexplicable vómito de mi hermano. Sentado al inodoro, se tiraba estruendos mientras gritaba que estaba negro y contrariado como Jesús. Todo ese día las paredes habían estado acosándolo. No había nota de Readers ni dibujo de Atalaya que lo calmara. Gritaba cosas sin sentido mientras se colgaba de una escalera de pie. Como si quisiera subir a algún lado. Minutos antes de vomitar escribió una tarjeta que después corrigió mientras el perro pasaba la lengua por el charco de vómito.
 Pero volviendo a la noche de la cucaracha:
 Nadia protegía a mamá de convertirse en asesina. Mamá con pantufla en mano (todos teníamos pantuflas en casa: azules, rojas, rosas y negras.)
Gorgias miraba, ansioso por saber si Nadia podría resistir. Sonreía. Y un aplauso se le escapó cuando Nadia abrió los brazos y dijo: NO. Mamá bajó la pantufla y la cucaracha escapó.

 Escribir todo esto me agotó. El recuerdo no tiene sentido para mi, ni para el lector. Además tuve que taparme los oídos del alma para dejar de escuchar las frases que mi hermano gritaba colgado de la escalera.
 Hoy a la mañana, después de escribir todo lo que ya leyeron, fui a la casita que cuido. Las ventanas de vidrio estaban cerradas pero las cortinas levantadas. Cuando metí la llave en la cerradura, un pajarito se estrelló contra el vidrio. Del lado de adentro. Trataba de salir. Cuando abrí la puerta la golondrina rebotó tan fuerte contra la ventana que fue a parar a un rincón, entre unas cajas de cerámica. Cerámica que en algún momento tendré que colocar en el piso de entrada.
 Sinceramente nunca vi a mi hermano hacer lo que yo hice. Extendí el dedo para que la golondrina se posara. Pero era una imagen muy posible, y si escribiera una ficción pasaría el acto de extender mi indice y después soltar el pájaro, a mi hermano, en camisa color uva. 



Matías Rano

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